No sé si les pasa pero siento que vivo oscilando entre decisiones impulsivas y esas que uno esquiva. A veces grandes, como dejar de fumar o hacerme cargo de algo profundo, a detalles que me persiguen como mosquita delante de los ojos y son simples de concretar. Y lo mejor de todo es que cuando uno finalmente encara esos pendientes, los simples al menos, son fáciles de realizar y encima te dan una sensación de “orgullo” inigualable.
Tengo un ejemplo muy zonzo para darles. Durante años me atormentó la pared de esa cocina. Quería el organizador de Ikea (que en realidad acá hace@bord.decomucho más lindo y sólido). Pero caprichos son caprichos, y me lo compré. Se partió al medio en la valija, lo pegué y miré orgullosa. Y me di cuenta de que “necesitaba” un estante lleno de plantas arriba, la radio de@spicaargentinay algunos de mis libros de cocina. Sabía que quería el estante de@pygdeco. ¿Y por qué tardé un año? No sé. Me escudé en lo económico. Cuando “pueda”. No era una inversión ancestral. El “cuando pueda” básicamente era cuando mi cabeza me lo permita.
Y un día, de esta cuarentena maquiavélica decidí que “podía”. Respiro tanto más liviana cada vez que miro esa pared. La miro y me obliga a activarme. ¿A qué voy? A que una pavada insignificante, como un estante, pueden cargarte con un peso tan fácil de resolver. A preguntarme por qué me cuesta tanto tomar algunas decisiones, por más triviales que sean, pero que me hacen un décimo más feliz y sobre todo LIVIANA.
Las invito a elegir una cosa de esas que les pesa, y empezar. Por lo más simple, como cambiar esa lamparita (tengo varias esperandomé, dicho sea de paso), pero te pesan. Es tan grande la mochila que uno siente que carga, que viene bien liberarla de las cosas superfluas pero que sumadas, pesan al fin.
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